
Descubría Leonard Cohen en un guateque, en la adolescencia, cuando bajaba la luz y comenzaban las lentas. Cada oveja con su pareja y los desparejados, yo entre ellos, o preparábamos el siguiente disco o intentábamos patéticos acercamientos. Ellas entonces ponían las manos en nuestros hombros y los codos protegiendo su pecho y clavados sobre los nuestros. Para saltar al siguiente paso o tenías dotes de encantador de serpientes (así me lo parecía) o, muy probablemente, acababas con orquitis.
El LP «Songs of Leonard Cohen» estaba lleno de canciones íntimas, cantadas con una voz grave y susurrante que me gustaba. Quienes mejor me conocen se meten conmigo y mi gusto por lo que llaman «festival de la música coñazo». Comprenden que escuche un par de temas pero no entienden que pueda pasarme una tarde escuchando ese tipo de música. Entre los temas de aquel álbum me gustaban especialmente «Suzanne» y «So long, Marianne». Luego llegaron muchos más, como «Dance me to the end of love»
Me viene constantemente a la cabeza «Take this waltz» a modo de versión en inglés del poema Pequeño vals vienés de Federico García Lorca, incluido en su obra Poeta en Nueva York.
Una larga carrera, 26 álbumes y 4 recopilatorios, llena de temas que me han conmovido, fieles a su espíritu, y que han cosechado todo tipo de reconocimientos.
Leonard Cohen fue poeta y lo siguió siendo, antes que cantante. Ha sido un artista con sus raíces alimentadas por la cultura española. En el 2011 fue designado Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Al recibir el premio, Cohen hizo referencia a esa influencia de España en su obra, especialmente a García Lorca y a la guitarra española para, a continuación, donar los 50.000 euros del premio a la Universidad de Oviedo para impulsar la Cátedra Leonard Cohen, «un lugar de encuentro entre la poesía y la música, entre los creadores y su público, entre el arte y la sociedad».
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