
Llevo varios días con ese sonsonete en la cabeza. Era 1970, me compré un disco de José Feliciano, «Fireworks». Ya sabéis que los Beatles para mi eran punto y aparte y Feliciano había versionado «Norwegian Wood» y «Blackbird», dos versiones que me habían gustado. Cuando escuché el disco descubrí el tema que le daba nombre y del que nada sabía.
Fue un nuevo puente para descubrir la música en su más amplio sentido porque, como ya escribí en este blog: «Clásica y rock, la buena música es eso, buena» Entonces descubrí «La música para los reales fuegos artificiales», la de verdad, con toda la potencia de una orquesta y me gustó.
Desde allí descubrir otras obras de Haendel, emocionarme con el «Messiah» y regalarle a Ella la versión de la Academy and Chorus of St. Martin-in-the-Fields dirigida por Neville Marriner.
Descubrir que Haendel era capaz de inspirarse en sus propias composiciones (escuchad la música para los juegos acuáticos) y, a pesar de todo, gustarme.
Ella sabe mucho más que yo de música y afirma que el único música que ha conseguido que dejase una ópera a mitad por pesado y reiterativo ha sido Haendel. Me vienen grandes esos juicios.
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🙂
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