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Detroit, difícil de contar

Desde Chicago nos acercamos a Detroit. Yo tenía muchas ganas de conocerlo y nuestros amigos JR y B lo habían preparado. El viaje incluía paseo por la ciudad, factoría y museo Ford y, por supuesto, el Detroit Institute of Arts Museum.

Esta canción resume, si hay datos para entenderlo, la realidad de la ciudad. Una ciudad construida desde la emigración rural que buscaba trabajo en la industria del automóvil, una vida dura que provocó disturbios sociales y raciales que la crisis del petróleo acrecentaron. La ciudad comenzó a perder población y eso inició una espiral que acabó con la bancarrota de la ciudad. Hoy la ciudad comienza a recuperarse pero sus heridas son evidentes. Queda muchísimo por hacer.

Pasear por la ciudad viendo majestuosos rascacielos de la primera mitad del siglo pasado vacíos junto a rascacielos recién construidos; grandes parcelas vacías, limpias, con alguna casa resistiendo sola en una esquina; muy poca gente por la calle pero los restaurantes llenos, saber que el corazón del automóvil sigue, de algún modo, latiendo desde allí pero con la mayor parte de la producción muy lejos de allí. Parece que están luchando por recuperarla como ciudad.

Visitar la factoría Ford, Ford Rouge Factory, la original a pocos kilómetros de Detroit, en Dearborn fue un choque. Hace ya casi 20 años visité la fábrica Ford en Almusafes y Ford Rouge parece, por tecnología, una anticualla comparada con la de Almusafes que yo visité. Me llamó mucho la atención eso, y mucho más, la ausencia de normativas que parecen básicas en cualquier industria: la inexistencia de protectores de sonido para los trabajadores de la cadena; la no obligatoriedad del uso de calzado de seguridad; cada uno vestido a su modo comiendo y bebiendo en el puesto de trabajo,… No salía de mi asombro. Quien guiaba la visita me lo explicaba por las elevadas condiciones de ergonomía y seguridad de la planta (nada que yo no haya visto en multitud de fábricas de automoción visitadas por mi en Europa). Luego me explicó que a su marido, trabajador de la planta, el seguro le había subido la prima por esa falta de medidas de seguridad en su puesto de trabajo.

La visita al museo Henry Ford lo tenía todo, incluido el panegírico a ese admirador de los nazis que mandó a sus matones a apalear a sus trabajadores en huelga y que luego se llenó la boca de que, durante la guerra mundial, «fabricó armas para la democracia».

Como espectáculo el museo vale la pena, especialmente a quienes nos gustan el automóvil y cuantos ingenios ha desarrollado el hombre en aras de eso que ahora llamamos movilidad. Originales o copias, allí están buena parte de los míticos modelos que han marcado la historia del automovilismo, una réplica del primer aparato de los hermanos Wright, otra del «Spirit of San Luis»; los coches de los presidentes norteamericanos incluido en el que JFK fue asesinado; el autobús en el que Rosa Parks se negó a ceder un asiento a una mujer blanca por el mero hecho de serlo; como han cambiado las cocinas de los hogares en USA a lo largo de los años o un tren rompehielos destinado a circular por praderas atoradas de nieve.

Junto al museo está el Greenfield Village, una especie de parque temático, visitar USA a través de sus edificios. Un pueblo de ficción al que han trasladado, o en el que han reproducido, todo tipo de construcciones que dan idea de lo que ese país ha sido desde su fundación: una granja, una casa de esclavos recién liberados, una sombrerería de New York de finales del XIX, la tienda de bicicletas de los hermanos Wright, la fábrica de luz que Edison hizo para Ford, un mercado,… Visitable y visitado desde un Ford T. Toda una experiencia.

Tuve la fortuna de que ese día allí se celebraba un encuentro de coches antiguos (se celebra una vez al año), coches en funcionamiento, agrupados por años y acompañados de sus propietarios, dispuestos a contarte la historia de sus coches. Coche, mayoritariamente americanos, de todas las marcas y épocas, turismos, deportivos, camionetas, vehículos de guerra, el Ford Mustang del 64, el Jaguar E que me enamoró de niño, los MG, el Ford T o aquellos enormes Cadillacs descapotables con los que soñábamos en el cine.

Y la visita al Detroit Institute of Arts Museum con los frescos que Diego Rivera pintó allí mismo mostrando su visión de la fabricación de automóviles. Más la demostración empírica de que Detroit fue una ciudad muy, pero que muy, rica (cuando menos sus prebostes y capitostes) a juzgar por las excelentes obras de arte que allí se albergan.

Inolvidable la cena en un restaurante popular, fuera del centro de la ciudad, con pianista (blanco) cantando en un lugar en que sólo dos mesas estaban ocupadas por blancos. Motown Bistro, comida sureña servida por quien parecía ser el dueño o encargado del local, un tipo grande, de color, que aseguraba tener ascendencia sevillana y que se enrolló cantando sólo para nosotros con una magnífica voz de bajo que desmereció al pianista que tocaba al fondo de la sala (de nuevo apareció Cole Porter).

Para terminar el viaje os muestro uno de los últimos y más modernos cuadros que vi en el museo. Quizás una muestra viva de la sociedad en que vivimos (Kehinde Wiley, «Officer of the Hussars»)

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Leaving on a Jet Plane to Chicago

Quince días en Chicago, con Ella y en casa de nuestros amigos JR y B, la mejor compañía que uno pueda imaginar porque Ella , JR y B son lo mejor, «You´re the top». Esta vez Cole Porter (una línea común con ellos cuando hemos ido a verles a Estados Unidos) apareció en la voz de un pianista en Detroit mientras cenábamos, en un local muy alejado de los circuitos turísticos, con ese tema de «Anything goes».

Quince días contrastando la realidad con mi imaginario, paleto, de lo que era Chicago. Un imaginario basado en «Tintín en América» y los Intocables de Elliot Ness; pasado por el tiroteo en Union Station y en esa ciudad de la que escapaban dos músicos, vestidos de mujer, perseguidos por la mafia en «Con faldas y a lo loco»; el Chicago en el que Capone se emocionaba en una función de la ópera de Chicago mientras su banda asesinaba por doquier; el Chicago de Jordan y los Bulls; el de el arranque de la ruta 66 y el de el musical con Renée Zellweger, Catherine Zeta-Jones y Richard Gere.

El Chicago del Blues y del Jazz Ese Chicago que me trae a la cabeza a la banda con la que descubrí la fusión del Jazz y el Rock de la mano de un grupo que comenzó por llamarse Chicago Transit Authority para acabar tomando, simplemente, el nombre de su ciudad.

Un Chicago al que me acerqué también a través de la arquitectura, con Frank Lloyd Wright, que allí tenía su estudio y que en aquél COU experimental que disfruté en mi adolescencia tuve ocasión de estudiar y admirar. Un arquitecto al que, en aquellos días ya lejanos cantaron Simon & Garfunkel

Un Chicago del que hemos regresado encantados de la visita y, siempre, agradecidos a nuestros anfitriones JR y B

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Sentado en el muelle de la bahía de San Francisco

Juan Carlos López Bravo, un bloguero al que sigo con interés, está publicando una serie de entradas que ha titulado: «Las 30 mejores canciones de la historia del rock». En su historia me encontré con una canción que despertó en mi recuerdos de adolescencia y recuerdos de madurez: (Sittin’ On) The Dock of the Bay de Otis Redding

El recuerdo más cercano viene de hace unos quince años. Tuvimos ocasión, cortesía de nuestro amigo JR, de sentarnos en el muelle de la bahía de San Francisco mientras cantaba junto a Ella esa canción que siempre imaginé (no sé si con razón o sin ella) que había sido creada allí mismo. JR me lo confirmó y él, entonces, vivía allí. Doy por buena su autoridad.

Y, desde allí, recordar el lejano 1968 en el que tantas cosas sucedieron. Ese año, quizás el siguiente, en casa de mi amigo FJDC, descubrí esa canción. Teníamos 14 años y FJDC un hermano mayor con potencial y gusto para comprar discos que, para nosotros, eran distintos y nos hacían sentirnos en lo más alto de la ola.

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La Buhardilla

La juventud es generosa, vive el presente y no piensa en las consecuencias. Por lo menos así fue la mía. Era mi primer año en la universidad y, entre varios amigos habíamos alquilado una buhardilla en Malasaña (entonces ese barrio era solo un foco de pobreza en el centro de Madrid, aún no habían llegado allí los bares de moda, allí sólo vivían gentes humildes, desheredados de la vida). Pusimos en común nuestros libros y discos e invitamos a venir a todo el que quiso hacerlo.

Llegó un momento en el que no conocíamos a muchos de los que allí acudían. Una increíble y deliciosa aventura. Peligrosa, porque ni aquel espíritu ni muchos de los que por allí pasaban estaban, estábamos, bien mirados por la policía de la dictadura franquista, la Brigada Político Social.

Al final, tras casi tres años tuvimos que abortar aquella aventura. La policía no llegó pero ya habían oído hablar de nosotros. La mayoría de quienes iniciamos la experiencia ya estábamos militando en partidos clandestinos que nos exigían prudencia en nuestros movimientos. Habíamos «madurado», queríamos acabar con la dictadura y, aunque ahora cueste entenderlo, ponerse en el foco de la policía política por divertirnos como jóvenes que éramos, no era rentable en términos de lucha antifranquista.

Todo aquello, por supuesto, tuvo una banda sonora, ecléctica y muy variopinta. Mucho más que las escasas muestras que he intercalado en estos párrafos. Una banda sonora que, en la debacle final que acabó con «La Buhardilla», se silenció con la desaparición de la mayoría de los discos y libros que habíamos puesto en común.

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El Mar. La Mer

El lunes recibí por whatsapp una foto con un título: «El Mar. La Mer». Me lo enviaba mi amigo J desde Normandía, donde vive. J es hispanofrancés, creo o quiero creer que lo es más que francoespañol. Realmente da lo mismo. Es mi amigo, mi gemelo unos años mayor, y la tecnología me ayuda a tenerle cerca, hablar con él y hacer real lo que simplemente hubiera sido una añoranza de nuestros años jóvenes. Cuando recibí su mensaje me vino a la cabeza la imagen de mi padre cantando «La Mer», una de sus canciones favoritas.

Luego abrí YouTube y escuché la canción y ya la cosa iba de sentimientos, de la proximidad de un amigo que está lejos (el de Amistad), de volver a ver a mi padre, dentro de mi cabeza, después de treinta años. Iba de sentimientos. Aunque mi mar no está en Normandía. Mi mar es el Mediterráneo, el que siempre me trae a «Ella, mis hijos, mis padres, mi hermana, mi abuela, mis tíos y primos, recuerdos de muchos veranos en la niñez, la adolescencia, la juventud, la madurez y a las puertas de la vejez.. Tantos lugares, tantos paseos, tantos momentos,…» El mar en el que Ella y yo somos felices, nuestro Mar.

El mar me ha agitado el corazón de por vida.

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Amistad

Sex and the city, Friends y Big Bang Theory son cantos a la amistad de una gente muy distinta de mi, de una generación que no es la mía, en un país que no es el mío y, con estilos de vida con los que nada tengo ni he tenido que ver. Sin embargo reconozco esas series como lo que son, cantos a la amistad.

El grupo de amigos de mi adolescencia tuvo que ver con el nacimiento del grupo de amigos de mi juventud pero fueron distintos. Ya entonces muchos de ellos se perdieron, los perdí, en aquellos pasos. Al final la vida te va llevando y tu te dejas llevar. En el camino, se pierde gente que siempre lamentarás haber permitido que se perdiesen porque, no disimules, los perdiste tu. Los perdí yo. En el final de mi juventud repetí viejos errores.

Esas series también terminan con una separación del grupo: con una separación que lleva a los personajes a distintos caminos vitales. Uno siempre imagina reencuentros, los productores también, pero les da miedo que no sean creíbles o que no casen con las expectativas de sus públicos . El futuro acaba perteneciendo al pasado, también en la ficción.

Afortunadamente las redes sociales me han permitido reencontrar a unos poquitos amigos de adolescencia y juventud: mi amigo PC, al que conocí con diez añitos y era uno más en casa a la hora de merendar, un hermano; mi amiga P y J que fueron pareja, se casaron, se separaron y hoy son amigos y padres de dos chicos maravillosos a los que he podido conocer. Y maravilla de las maravillas, los más de cuarenta años pasados desde nuestros últimos encuentros no han conseguido borrar la sensación de que sólo habían pasado unos días desde nuestro último encuentro.

No les volveré a perder. Es una promesa solemne. Porque he tenido la enorme fortuna de tener una segunda oportunidad y quiero creer que he aprendido a conducir mi vida. Gracias a la vida que me ha dado tanto.

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Hubo un tiempo en que cada quién tenía su melodía en mi móvil

Y molaba. Ahora supongo que se puede seguir haciendo pero no debe de ser fácil o la opción requiere de un dominio tecnológico del que carezco. Cuando sonaba el tono ya sabía quien me llamaba o, cuando menos, que tipo de llamada requería mi atención. En cualquier caso recordad que, en aquellos años en los que finalizaba un siglo y comenzaba otro, el móvil y su uso no tenían el mismo uso ni significado que en el presente.

Cuando sonaba la marcha imperial yo sabía que me llamaba Ella, mis hijos o mi jefe y había que ponerse inmediatamente. A Ella no le gustaba porque decía que ni quería estar a la par con el jefe ni quería un sonido dictatorial como el de esa marcha.

Si tu me dices ven… Entonces era la familia: mi madre, mi hermana, mis suegros, o los amigos, sólo los más cercanos, esos que si tienes cinco eres afortunado y si tienes más es que eres un gilí que no sabe que es un amigo.

Las llamadas del resto de la familia y de los conocidos más próximos. Todas esas llamadas que merecía la pena atender y que , posiblemente, pintaran una sonrisa en tu cara o, por fortuna sólo de vez en cuando, una nube en tu corazón cuando te contaban sus tristezas.

He tenido la fortuna de que mi trabajo me gustaba y ese era el sonido de la llamada de mis clientes.

Quienes me habéis leído ya intuís que mi espíritu militar no va muy lejos. Ese toque de corneta llamando «a la carga» me avisaba de que llamaban mis compañeros de trabajo. Normalmente con esas llamadas un marrón llegaba a mi mesa, yo era el director comercial.

Y, claro está, esas llamadas de origen desconocido que no sabías quien era ni que quería. Ahora esas llamadas sólo presagian el que una compañía del IBEX te quiere vender un cambio de contrato que es mejor no aceptar aunque te prometan el paraíso.

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“Je t’aime… moi non plus” (Yo te amo…Yo tampoco)

El 69. No podía ser otro año. En 1969 se publicó el disco sexi por excelencia: “Je t’aime… moi non plus” (Yo te amo…Yo tampoco). Los amigos del instituto nos volvimos locos con aquello. Nuestra imaginación se excitó con las imaginables consecuencias nocturnas. Obviamente no la cosa no dio para más. Con nuestros quince años y la estricta separación de sexos con la que la dictadura regía nuestras vidas solo podíamos aspirar a una más que agitada noche soñando con Jane Birkin. Así fue nuestra adolescencia.

La compañía discográfica española, Fonogram, que editó la canción pidió la obligatoria autorización. El censor vio la letra, no entendió aquello de «Entre mis riñones tú vas y vienes» y no escuchó la interpretación, ¿para qué si ya había leído la letra? y otorgó su visto bueno. Cuando se escuchó la canción en la radio, el Ministerio de Información y Turismo (que entonces dirigía Manuel Fraga , ese gran demócrata) se apresuró a prohibirla. En las tiendas ya se habían vendido 100.000 ejemplares y los vendedores escondieron las escasas copias que quedaban. En el rastro madrileño se vendían bajo cuerda a un precio sensiblemente superior. Al éxito de “Je t’aime… moi non plus” contribuyó también el Vaticano que denunció su «amoralidad» y excomulgó al ejecutivo de grabación que la lanzó en Italia. Lo prohibido siempre se ha vendido bien.

Para redondear la historia Brigitte Bardot, el gran mito sexual de aquellos años, también tuvo su papel: Serge Gainsbourg había grabado originalmente el tema con ella pero, el entonces marido de la Bardot, un alto ejecutivo de Playboy, no vio «con agrado» la relación de su mujer con Serge Gainsbourg y, «para evitar suspicacias» no se publicó esa versión hasta bastantes años después.

¿Cómo un tipo tan feo pudo tener tanto éxito con aquellas bellezas? Algo tendrá el agua cuando la bendicen.

Como colofón, el arreglo musical de “Je t’aime… moi non plus” parece claramente «inspirado» en un tema que llegó en 1967 a lo más alto de las listas: «A Whiter Shade of Pale» de Procol Harum. Juzgad vosotros mismos.

Quiero agradecer a Radio Gladys Palmera y a Banana Media sus posts en los que he recogido mucha información para escribir estas líneas.

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Cóctel «Black is Black» para Brad Pitt y los chicos con las chicas

El «Black is black» de Los Bravos fue de los primeros singles en entrar en mi casa. Los Bravos me parecían mucho más modernos que los llamados Beatles españoles, los Brincos, (que me siguen gustando y continúo cantando sus temas). Toda época y toda edad, incluidos los doce años en los 60, tienen su postureo. Y yo , como todos, he postureado mucho. Pero eso no quiere decir que Los Bravos realmente no me gustasen y tampoco que ya no me gusten. Me gustan. Music Adictus cuenta bien ese corazón partido.

Recuerdo ir al cine con los amigos y algunas chicas para ver aquella película de «Los chicos con las chicas». Ya se que he utilizado dos categorías distintas, amigos y chicas, pero a esa edad y en aquel ambiente de separación de sexos en ellas no buscábamos amistad, buscábamos otra cosa que nunca encontré. Ellas no querían eso y nosotros no sabíamos entenderlo.

De aquella película recuerdo especialmente «Al ponerse el sol» Una letra divertida que he cantado muchas veces y una acampada de amigos a su aire, sin chicas, que refleja bien las pobres aspiraciones de mi primera adolescencia: una acampada que nuestras madres no nos permitirían y en la que ni soñábamos que pudiera haber chicas.

«Quiero una motocicleta que me sirva para correr y quiero una camiseta que tenga el número 100» cantaba aquel guapo que tenía pinta de ligar mucho. Letra pensada para adolescentes soñadores de lo que entonces eran imposibles y que nosotros cantábamos con mucha fe.

«A la vejez viruelas». Hace un par de años vimos a Brad Pitt, al volante de un Chevrolet de los 60, escuchando «Bring a little lovin» mientras seguía el ritmo con la cabeza y los recuerdos se dispararon. Y con el recuerdo el tonto orgullo de lo nuestro. Orgullo porque eso era y tonto porque luego hemos sabido y «El rincón de Ana» ha contado que quienes realmente grabaron aquello fueron músicos de estudio en Londres (se dice que entre ellos estaban algunos miembros de lo que luego fue Led Zeppelin) y cantaba un holandés, Mike Kennedy, que hablaba muy bien inglés y mal el español pero que aquí se ganó los garbanzos o lo que comiera.

Tarareando «Black is black» me viene a la cabeza aquello de Jesús Gil «Black is black and white is white» pero me da tanta vergüenza ajena que prefiero no recorrer aquí ese camino, dejando en paz a mis amigos del Atleti. Patanes hay en todos los sitios y llevan camisetas de todos los colores.

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The Doors y un buen recuerdo

Ja… era el mayor de todos nosotros, el grupo de amigos que compartimos el instituto, nos llevaba un año, era muy buen tipo, siempre de buen rollo y un loco por la música y los motores. Tocaba el bajo con un grupo de amiguetes al que llamaron «Fans Makers» Cuando queríamos tomar el pelo a quienes presumían de saber de música les preguntábamos por ese grupo y, cuando decían conocerlo, seguíamos el rollo mientras se nos escapaba la risa por todos los lados.

Fue Ja… el que nos descubrió The Doors. A alguno de los guateques de la pandilla trajo el «Morrison Hotel». Para mi fue un descubrimiento y enseguida busqué más cosas de aquella gente. Nada de lo que les oí me decepcionó. Se convirtieron, desde entonces, en uno de los grupos básicos en mi imaginario.

Ya era un incondicional de Doors al estrenarse «Apocalypse Now». Cuando comenzaba a sonar «The End» entendías la fuerza que tenía aquel grupo: La película empezaba con el protagonista tumbado en la cama, mirando y escuchando el sonido de las aspas del ventilador, que se convertían en las aspas de los helicópteros que bombardeaban con napalm los campos de Vietnam. Mientras la música y la letra daban significado a la historia que se iba a contar. Una gran banda sonora en la que destacaba «The End».

Un mito por sus letras, su música, su personalidad y aquello de «muere pronto y deja un bonito cadáver» que colocó a Jim Morrison en el club de los 27, genios de la música que murieron en un corto espacio de tiempo, un par de años con 27 años: Brian Jones, Jimi Hendrix, Brian Jones y, por supuesto el mismo Morrison.

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