Sin categoría

Con él comenzaron muchas cosas, Pete Seeger

Descubrí a Pete Seeger un día, a finales de los años 60, en el que mi amigo R trajo un disco suyo a mi casa. Era una recopilación de esas canciones que todos asociamos al más puro folclore USA. Hace unos días me desperté con una de ellas resonando en mi cabeza, me venía a los labios repetidamente, canturreando su letra original que, hace ya muchos años, formó parte de las bases de aprendizaje de mi somero inglés. «Oh my darling, Clementine».

Con aquel disco aprendí también las letras de «Oh, Susanna» y «Yankee Doodle». Luego descubrí que aquel tipo, Pete Seeger, tenía un disco con las canciones del Batallón Lincoln, canciones de las que había oído hablar y pocas veces escuchado porque en la España de la dictadura franquista resultaban altamente sospechosas, «There’s a valley in Spain called Jarama». Pete Seeger era un cantante comprometido que pagó su compromiso con doce meses de prisión y a diecisiete de prohibición de sus canciones en los medios locales norteamericano. Un «regalo» que le hizo el Comité de Asuntos Antiamericanos impulsado por lo más reaccionario de la clase política de los Estados Unidos en plena guerra fría.

Pete Seeger se convirtió en referente para toda una generación de músicos que, en los años 60, en medio de los movimientos que cambiaron la sociedad en aquella época: la guerra de Vietnam, el mayo francés, la primavera de Praga, aquellos maravillosos años a los que Nixon puso final y Reagan enterró. Su disco revitalizando un himno, «We shall overcome» influyó de un modo determinante en Joan Báez, Bob Dylan y muchos otros grandes de la música.

Su influencia llegó también a los músicos de habla castellana, Adolfo Celdrán y Victor Jara recogieron la adaptación de Pete Seeger de un tema de Malvina Reynolds, «Little boxes» y retrataron para siempre una sociedad que todavía, más de cincuenta años después, reconocemos.

Quizás te guste ver otras entradas:

Sin categoría

Days of future passed – Nights in white satin

Tenía 15 o 16 años cuando leí en la revista Mundo Joven dos palabras que me sonaron como una atractiva contradicción: «Ópera rock». No tardé mucho en descubrir que no era una contradicción; que la ópera no tenía porque ser lejana para un joven que todo lo ignoraba sobre la llamada música culta; que había muchos caminos que explorar.

«Days of future passed», el disco de Moody Blues era el protagonista de aquella mención de la ópera roc. Estaba grabado con la colaboración de la London Philarmonic Orchestra (al parecer los músicos de la orquesta aplaudieron al terminar la grabación). A mi me gustó. Vinyl Friday cuenta bien de que va ese disco de Moody Blues. Especialmente se me quedaron en la cabeza dos temas. Por distintas razones cada uno de ellos.

Lunch Break: Peak Hour (La hora de la comida: Hora punta). Paradójicamente a mi ese tema me traía a la cabeza la imagen de un vehículo circulando por una carretera secundaria, deprisa, sin apenas tráfico, en un día soleado de la campiña inglesa. A cada uno de nosotros la música nos trae sugerencias singulares, personales, probablemente únicas. Seguro que los músicos pretendían transmitir otra cosa pero…

«Nights in white satin» fue el tema estrella, el que se escuchó en todas las emisoras de radio. Yo no era un extraterrestre (creo que todavía no me he convertido en uno) y también me gustó. Me gustó por que estaba hecha para eso, y me gustó por que era pieza fundamental en aquellos guateques en los que «cuando bajaba la luz y comenzaban las lentas. Cada oveja con su pareja y los desparejados, yo entre ellos, o preparábamos el siguiente disco o  intentábamos patéticos acercamientos. Ellas entonces ponían las manos en nuestros hombros y los codos  protegiendo su pecho y clavados sobre los nuestros. Para saltar al siguiente paso o tenías dotes de encantador de serpientes (así me lo parecía) o, muy probablemente, acababas con orquitis».

Muchos años después algún ejecutivo de una avispada discográfica debió recordar aquellos momentos de la adolescencia y lanzó aquel mix de 24 baladas lentas que apelaban a quienes éramos jóvenes en los años 60 y 70 y sufrimos aquellos recalentones.

Quizás te guste ver otras entradas:

Sin categoría

Los «ruidos» de un verano en mi adolescencia (pongamos que hablo de 1970)

En mi adolescencia, en el paso de los años 60 a los 70, veraneaba, por supuesto en familia, en la playa de Gandía. Tuve una adolescencia sosa y mis recuerdos de entonces son sosos. Recuerdo largas mañanas de playa; la cabaña de cañas que nos hicimos para huir de la sempiterna vigilancia de los padres; el cine de verano; la ¿música? de las fiestas nocturnas de los hoteles y mucho ruido. Seguro que hay gente de mi edad que disfrutó aquello. Yo no lo voy a pintar como un infierno pero tampoco como algo divertidísimo. Era lo que se despachaba en una familia de clase media en aquella España gris.

Cerca del apartamento familiar había un hotel que tenía baile todas las noches. Su fin de fiesta, invariablemente, consistía en una magistral interpretación de «Los hermanos Pinzones». Con aquel hit mantenían el nivel que marcaba su baile más repetido:

El fin de fiesta daba paso a un continuo trasiego de vespinos sin silenciador que amenizaban la noche con ayuda de los mosquitos. Un adolescente como yo debía estar en casa tras la cena (eso de las largas noches de verano en mi casa no iba más allá del cine al aire libre). Había que dormir. Al día siguiente te despertaba el «camión del tapicero». Si. ese mismo que, con la misma grabación has podido oír en estos días en el pueblo o la playa en que veraneas.

Mi gran aliciente era el cine. Durante todo el año teníamos que estar en casa antes de cenar o, siendo tolerantes, a las diez de la noche. En verano podías ir al cine de verano con los amigos (muy probablemente con papá y mamá unas butacas más allá) y regresar en cuanto acababa la película. Una película que, en muchos casos, ya habías visto pero, eso no te importaba.

Y no pierdo de vista que yo tenía la fortuna de que, cada año, podía ir de veraneo a la playa. La pena es que esa España estaba pensada para la mediocridad y la falta de imaginación. Quienes entonces, quizás no sabíamos qué, pero queríamos más, quienes queríamos otras cosas, otros horizontes,… recordamos aquello con la sensación de que nos robaron la juventud.

Quizás te guste ver otras entradas:

Sin categoría

Vamos a la cama, ¡hale!

La tele de mi infancia, la de quienes fuimos niños en la España de los 60 era parte del sistema normativo al que estábamos sujetos y que llenaba nuestras horas escolares y familiares. Por supuesto no teníamos «asuntos propios». Para todo había normas y cualquiera podía echarte la bronca por la calle sin que tu no tuvieras otra opción que agachar la cabeza y callar. En definitiva la vida de un niño era reflejo de la vida de cualquier españolito en aquella dictadura.

Bajo esa luz se creó la «Familia Telerín» que cantaba aquello de «Vamos a la cama que hay que descansar, para que mañana podamos madrugar». Comencé a escuchar aquella cantinela en el 64. Yo tenía nueve o diez años y todos los días, a las ocho y media de la noche en invierno y a las nueve en verano, la tele nos mandaba a dormir y nuestra madre se escudaba en aquello para meternos en la cama, casi siempre sin que tuviéramos ganas.

Lo que menos nos gustaba era perdernos esos programas de dos rombos que, al día siguiente, siempre alguien comentaría en el cole, presumiendo de haberlos visto. Tu quedabas como un tonto y callabas para no ponerte en evidencia con tus compañeros.

¿Qué era eso de los dos rombos? El blog «¿Recuerdas?» lo explica bien: los programas que emitía la televisión española estaban calificados con un rombo, en la esquina superior izquierda, si el censor juzgaba que era adecuado, sólo, para mayores de catorce años. Y dos rombos si lo eran para mayores de 18 años. Una razón más para enviarnos a la cama.

A grandes males, grandes remedios. Así nació la estrategia «Butaca pasillo». Desde la puerta del pasillo al salón se veía la tele. Si esa puerta se quedaba entreabierta, dejando tan sólo una rendija, podía sentarme en el suelo del pasillo y ver lo prohibido sin que se dieran cuenta mis padres. De ese modo, al día siguiente, podía presumir de haber visto aquello. No creo que fuera el único que descubrió aquel sistema. Me consta que, muchos años después, mis hijos también usaban la butaca pasillo.

Quizás te guste ver otras entradas: