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Leaving on a Jet Plane

» Leaving on a Jet Plane » es una canción de John Denver. Es del 1966 pero yo la descubrí unos años más tarde de la mano, probablemente a comienzos de los 70 de Peter, Paul & Mary. Aquello de volar, para mi, entonces era un sueño imposible. Primero por la edad, la adolescencia, y, unos años más tarde, porque durante la dictadura, sin la mili hecha y siendo un sospechoso habitual no se podía ni soñar en volar.

Ahora, tras cincuenta años, muchísimos vuelos, trabajando y dejando la familia atrás, toca saberlo, reconocerlo y, si fuera posible, enmendarlo. Pedir perdón aunque yo solo buscaba asegurar nuestro futuro.

Leaving On a Jet Plane / Me Marcho En Un Avión

All my bags are packed, I’m ready to go / Todas mis maletas están hechas, estoy listo para irme
I’m standing here outside your door / Estoy aquí parado, en tu puerta
I hate to wake you up to say goodbye / Odio levantarte de la cama para decir adiós

But the dawn is breaking it’s early morn / Pero está amaneciendo, es muy temprano
The taxi’s waiting he’s blowin’ his horn / El taxi está esperando, está haciendo sonar el claxon
Already I’m so lonesome I could die / Ya estoy tan solo que podría morirme

So kiss me and smile for me / Así que bésame y sonríeme
Tell me that you’ll wait for me / Dime que me esperarás
Hold me like you’ll never let me go / Abrázame como si nunca fueras a dejarme ir
‘Cause I’m leaving on a jet plane / Porque me marcho en un avión
Don’t know when I’ll be back again / No sé cuándo volveré de nuevo
Oh, babe, I hate to go / Oh cariño, odio irme

There’s so many times I’ve let you down / Hay tantas veces que te he decepcionado
So many times I’ve played around / Tantas veces que he estado tonteando con otras
I tell you now they don’t mean a thing / Te lo confieso ahora, no significan nada

Everyplace I go I’ll think of you / Cada sitio al que vaya pensaré en ti
Every song I sing I’ll sing for you / Cada canción que cante la cantaré para ti
When I come back I’ll bring your wedding ring / Cuando vuelva, te traeré el anillo de boda

So kiss me and smile for me / Así que bésame y sonríeme
Tell me that you’ll wait for me / Dime que me esperarás
Hold me like you’ll never let me go / Abrázame como si nunca fueras a dejarme ir
‘Cause I’m leaving on a jet plane / Porque me marcho en un avión
Don’t know when I’ll be back again / No sé cuándo volveré de nuevo
Oh, babe, I hate to go / Oh cariño, odio irme

Now the time has come to leave you / Bueno, ha llegado el momento de dejarte
One more time let me kiss you / Déjame besarte una vez más
Then close your eyes and I’ll be on my way / Después cierra los ojos y yo seguiré mi camino

Dream about the days to come / Sueña con los días venideros
When I won’t have to leave you alone / Cuando yo no tenga que dejarte sola
About the times I won’t have to say / Cuando yo no tenga que decir Adiós

So kiss me and smile for me / Así que bésame y sonríeme
Tell me that you’ll wait for me / Dime que me esperarás
Hold me like you’ll never let me go / Abrázame como si nunca fueras a dejarme ir
‘Cause I’m leaving on a jet plane / Porque me marcho en un avión
Don’t know when I’ll be back again / No sé cuándo volveré de nuevo
Oh, babe, I hate to go / Oh cariño, odio irme
I’m leaving on a jet plane / Me voy en un avión a reacción
Don’t know when I’ll be back again / No sé cuándo volveré de nuevo
Oh, babe, I hate to go / Oh cariño, odio irme

En unas horas Ella y yo nos montaremos en un avión, de camino a un viaje que disfrutaremos juntos con muy buenos amigos. Llevo todo el día canturreando la canción y pensando en tantos años.

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La Buhardilla

La juventud es generosa, vive el presente y no piensa en las consecuencias. Por lo menos así fue la mía. Era mi primer año en la universidad y, entre varios amigos habíamos alquilado una buhardilla en Malasaña (entonces ese barrio era solo un foco de pobreza en el centro de Madrid, aún no habían llegado allí los bares de moda, allí sólo vivían gentes humildes, desheredados de la vida). Pusimos en común nuestros libros y discos e invitamos a venir a todo el que quiso hacerlo.

Llegó un momento en el que no conocíamos a muchos de los que allí acudían. Una increíble y deliciosa aventura. Peligrosa, porque ni aquel espíritu ni muchos de los que por allí pasaban estaban, estábamos, bien mirados por la policía de la dictadura franquista, la Brigada Político Social.

Al final, tras casi tres años tuvimos que abortar aquella aventura. La policía no llegó pero ya habían oído hablar de nosotros. La mayoría de quienes iniciamos la experiencia ya estábamos militando en partidos clandestinos que nos exigían prudencia en nuestros movimientos. Habíamos «madurado», queríamos acabar con la dictadura y, aunque ahora cueste entenderlo, ponerse en el foco de la policía política por divertirnos como jóvenes que éramos, no era rentable en términos de lucha antifranquista.

Todo aquello, por supuesto, tuvo una banda sonora, ecléctica y muy variopinta. Mucho más que las escasas muestras que he intercalado en estos párrafos. Una banda sonora que, en la debacle final que acabó con «La Buhardilla», se silenció con la desaparición de la mayoría de los discos y libros que habíamos puesto en común.

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Mis historias de la radio

Como todas las mañana, tras levantarme, hice la cama, me duché, me vestí y desayuné con la radio de fondo, siempre la cadena Ser. Esa mañana escuché la misma sintonía de siempre pero tocada por una orquesta. Presté atención y descubrí que escuchaba la «Sinfonía Azul» de Federico Mompou. No sabía que existiera, busqué en Google y descubrí que esa sinfonía formaba parte de una obra llamada «Música Callada», una obra que se compone de un total de 28 movimientos agrupados en cuatro cuadernos que mantienen una estructura unitaria inspirada en el «Cántico Espiritual» de San Juan de la Cruz.

Según he leído «la Sinfonía Azul se sigue interpretando en su versión de orquesta en los grandes momentos de la Ser. De allí han salido versiones adaptadas al lio diario, a la radio que cada día, a la que me acompaña, me entretiene, me cuenta historias, me informa, me hace pensar y, a veces, se queda de ruido de fondo mientras mi cabeza se escapa en disquisiciones.

Desde niño he escuchado la radio, una radio que asocio al pan con chocolate mientras seguía apasionado las aventuras interplanetarias de un tipo que imaginaba vestido con mallas y un arma que ahora definiríamos retrofuturista. He olvidado como se llamaba aquel serial. Recuerdo a «aquel negrito del África tropical» y recuerdo también las aburridísimas tardes de futbol radiofónico.

Mi madre, ama de casa intelectualmente inquieta, vivía las mañanas de «sus labores» acompañada por la radio. En algún momento decidió sólo sintonizar, en el transistor de la cocina,Radio Nacional porque, por lo menos, no le interrumpía la publicidad. Contradicciones de la oferta radiofónica de aquella España en la que una «roja» (a mucha honra) prefería la radio oficial a las comerciales porque todas eran igual de serviles con la dictadura.

Mi padre era un hombre atípico en su época. Hablaba inglés, francés y alemán además de algo de italiano y ruso. Conservo su radio Telefunken de toda la vida, la del frontal de tela y un cristal oscuro en el que estaban grabados los nombres de las entonces, en todos los sentidos, lejanas capitales europeas. Luego cambió aquel aparato por otro modernísimo, pero más feo, japonés, multibanda, desde el que escuchaba las noticias sin censura de la «BBC World Service», de noche, en el dormitorio y con el sonido bajito.

Por mi parte, durante años, he visitado infinidad de clientes en larguísimas jornadas de volante en las que la radio del coche ha sido mi única compañía: Gabilondo y antes Luis del Olmo. De la Morena y antes José María García; Angels Barceló, Gemma Nierga, Javier del Pino y Francino; El señor Casamayor y Manolito Gafotas; «El viaje a ninguna parte» y los finales de etapa de la Vuelta y el Tour con Javier Ares, ciclismo puro.

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Con él comenzaron muchas cosas, Pete Seeger

Descubrí a Pete Seeger un día, a finales de los años 60, en el que mi amigo R trajo un disco suyo a mi casa. Era una recopilación de esas canciones que todos asociamos al más puro folclore USA. Hace unos días me desperté con una de ellas resonando en mi cabeza, me venía a los labios repetidamente, canturreando su letra original que, hace ya muchos años, formó parte de las bases de aprendizaje de mi somero inglés. «Oh my darling, Clementine».

Con aquel disco aprendí también las letras de «Oh, Susanna» y «Yankee Doodle». Luego descubrí que aquel tipo, Pete Seeger, tenía un disco con las canciones del Batallón Lincoln, canciones de las que había oído hablar y pocas veces escuchado porque en la España de la dictadura franquista resultaban altamente sospechosas, «There’s a valley in Spain called Jarama». Pete Seeger era un cantante comprometido que pagó su compromiso con doce meses de prisión y a diecisiete de prohibición de sus canciones en los medios locales norteamericano. Un «regalo» que le hizo el Comité de Asuntos Antiamericanos impulsado por lo más reaccionario de la clase política de los Estados Unidos en plena guerra fría.

Pete Seeger se convirtió en referente para toda una generación de músicos que, en los años 60, en medio de los movimientos que cambiaron la sociedad en aquella época: la guerra de Vietnam, el mayo francés, la primavera de Praga, aquellos maravillosos años a los que Nixon puso final y Reagan enterró. Su disco revitalizando un himno, «We shall overcome» influyó de un modo determinante en Joan Báez, Bob Dylan y muchos otros grandes de la música.

Su influencia llegó también a los músicos de habla castellana, Adolfo Celdrán y Victor Jara recogieron la adaptación de Pete Seeger de un tema de Malvina Reynolds, «Little boxes» y retrataron para siempre una sociedad que todavía, más de cincuenta años después, reconocemos.

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Soy más de «La vida de Brian» que de la Semana Santa

Esta mañana he leído un texto de Maruja Torres con el que me he sentido totalmente identificado. Ella es algo mayor que yo pero los recuerdos coinciden. Los dos vivimos la infancia en aquella España gris de la dictadura y yo también soy de «La vida de Brian»

«Sin ánimo de ofender ni a los creyentes, ni a los costaleros, ni a las preciosas imágenes, ni a las saetas, ni a los balcones, proclamo desde aquí, que soy más de ‘La vida de Brian’, o de esa oda al paganismo que es la novela de Gore Vidal Juliano el Apóstata. Aparte de que me dan mucho miedo los enmascarados y las caperuzas.

Hechas las proclamas de rigor, quiero recordar cómo eran y qué representaban las Semanas Santas en las que crecí, en un tiempo, al parecer, ahora muy añorado. Eran, exactamente, lo que quiere conseguir Vox, con la ayuda del PP».

La Semana Santa en los años 50 y y primeros 60 era una semana eterna y oscura en la que cualquier muestra de alegría era severamente reprimida. Cualquiera podía echarte la bronca por reír y siempre había alguien que te la echaba. Mis padres, muy lejanos a la religión y muy cercanos al miedo de quienes perdieron la guerra, también nos hacían callar. No querían problemas. En la radio sólo sonaba música sacra, los cines sólo proyectaban películas religiosas; había que ir un montón de veces a misa y mi madre nos llevaba para evitar comentarios; unas misas inacabables en las que el cura hablaba de muerte y aterrorizaba a los fieles con las penas del infierno. Tengo la imagen clavada en la mente de la guardia civil escoltando procesiones con las armas boca abajo.; alguien me explicó que era «para no apuntar al cielo».

Todavía huyo de las procesiones, procuro vivir las vacaciones de primavera lo más lejos posible de los caperuzos, Quo Vadis, y las cornetas y tambores. Todavía se me retuerce el estómago cuando veo a la legión cantar lo del novio de la muerte mientras llevan en alto un cristo crucificado y me subleva esa mezcla de ensalzamiento de la muerte, la violencia y un cristo salvador que, al parecer, lleva un mensaje de paz y perdón.

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Marylin Monroe con faldas y a lo loco

Marylin era una figura que despertaba las hormonas en cualquier chico adolescente en los años sesenta. En aquellos años no recuerdo haber visto sus películas en las salas de cine. Si que las pasaban, pero solo en los cines de estreno y esos eran muy caros. Para colmo las calificaban como «Mayores con reparos» y eso las hacía imposibles para quiénes no habíamos cumplido los 18 años. Ya os he contado cómo era la vida de una película en la cartelera durante la dictadura, toda una historia que se complicaba con aquella «calificación moral» que restringía directa e indirectamente el acceso al público de las películas calificadas con un 3 o un 4 (las categorías más inmorales a juicio de los censores franquistas y/o eclesiásticos).

Desafortunadamente la tentación no vivía arriba y tenías que conformarte soñando con ella. Luego descubrías que también cantaba y te gustaba todavía más. Tardé mucho en ver en pantalla grande «Con faldas y a lo loco» y disfrutar de su sensualidad, de su voz y del enorme sentido del humor y la agudeza crítica de Billy Wilder. «Nadie es perfecto»

La vi en el Johny, el Colegio Mayor San Juan Evangelista, uno de los centros más vivos de cuanto significaba ganas de libertad, refugio de ideas, nido de iniciativas culturales y resistencia antifranquista gestionadas, en gran medida, por los estudiantes que allí se alojaban.

Quien no haya vivido aquella España gris no podrá comprender que estoy contando ¿era un acto antifranquista ver una película de Marylin? No es tan fácil como eso pero si significaba explorar los límites de la dictadura. Así eran de estrechos esos límites y así eran de estrechos los franquistas.

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Ucrania: Give peace a chance

Este viernes las emisoras de radio públicas de todo el mundo (56 países) han emitido un mensaje en común. Un mensaje que clama por el fin de la guerra en Ucrania. Ese mensaje era una canción: «Give Peace a Chance» (Dale una oportunidad a la paz), la mítica canción de Jonh Lennon. Eran las 08:45 horas cuando ha sonado esa iniciativa. a través de 150 cadenas de radio públicas, Radio Nacional de España entre ellas.

John Lennon y Yoko Ono manifestaron su oposición a la guerra de Vietnam, en 1969, convocando a la prensa alrededor de su cama durante dos semanas, siete días en Amsterdam y otros siete en Montreal. John dijo que «todo lo que estamos diciendo es darle una oportunidad a la paz». Parece que le gustó el titular y de esa declaración nació la canción.

Una petición a la que Putin y su camarilla creo que harán oídos sordos. Una petición con la que debemos elevar la voz para que la escuchen quienes por acción u omisión están dando alas a esa cuadrilla. Una petición que contagie al sufrido pueblo ruso, que sufre su dictadura, para que la griten más cerca de esos individuos sin escrúpulos.

Ojalá pudieran hacerse realidad esas, lamentablemente utópicas, imágenes que alguien ha soñado y que, en las trincheras de la primera guerra mundial, se hicieron realidad en una tregua de navidad que terminó con fusilamientos masivos de quienes participaron de ella, soldados que tenían en común el ansia de paz.

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Himno de Ucrania: «Aún no ha muerto la gloria ni la libertad de Ucrania»

Aún no ha muerto la gloria ni la libertad de Ucrania,
Aún a nosotros, hermanos compatriotas, nos sonreirá la fortuna.
Se desvanecerán nuestros enemigos, como el rocío bajo el sol.
Gobernaremos nosotros, hermanos, en nuestra propia tierra.

Coro:
El alma y el cuerpo sacrificaremos por nuestra libertad,
Y mostraremos que nosotros, hermanos, somos de la nación cosaca.

Desde aquí toda mi solidaridad con un pueblo vejado e invadido. Desde aquí mi defensa de la democracia frente a la dictadura. Desde aquí mi deseo de poner punto final a un individuo que parece seguir al pie de la letra un libro de instrucciones escrito por el mismísimo Hitler. Desde aquí una voz a la clase política europea que parece no darse cuenta de que sigue el camino de Chamberlain. Desde aquí una petición de firmeza y paz. Sé que es fácil decirlo y no sé como se hace eso pero yo no soy político, quien dice serlo debe saber marcar el camino.

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El día es más largo para aquel que va a luchar: Bill Millin y 156.000 de jóvenes más

Los Reyes Magos me trajeron este año un libro «Lo que nunca te han contado del Día D» que he disfrutado. Bien sabían Sus Majestades que el tema me apasiona desde niño, desde que vi la película de «El día más largo» con ocho o nueve años.

Ya entonces se me quedaron en la cabeza un montón de historias de las que allí se contaban. Historias de las que entonces desconocía si eran o no ciertas (con esa edad todas me parecían ciertas). Luego descubrí que, convenientemente edulcoradas, narraban hechos reales. Recuerdo con horror los paracaidistas que caían muertos tras ser tiroteados durante el salto. El paracaidista de la 101 airborne que se quedó colgado de la torre de una iglesia. El desembarco durante el que los soldados, barridos por ametralladoras, buscaban refugio tras unas extrañas estructuras metálicas. Y cómo no, el gaitero que desembarcaba y se internaba tierra adentro tocando la gaita.

Un ejemplo de la locura de la guerra y de los gestos heroicos, a la vez que absurdos, que la salpican. Durante la primera guerra mundial los gaiteros acompañaban con sus instrumentos los asaltos a las trincheras enemigas y muchos murieron. A raíz de aquel absurdo se prohibió y, durante la segunda guerra mundial, se mantuvo la prohibición. Se mantuvo hasta que en el desembarco un oficial, Lord Lovat, decidió hacerse acompañar de un gaitero, Bill Millin, que tocó desde que la lancha de desembarco abrió su portón y los soldados, gaitero incluido, se echaron al agua. Se mantuvo tocando desfilando de un lado a otro de la playa, bajo un más que intenso fuego, que causó centenares de víctimas, sin ser herido. Parece que los alemanes lo tomaron por loco y no hicieron puntería con él y también parece que supuso un chute de adrenalina para los soldados que desembarcaban. «No soy historiador» lo cuenta mejor.

Por supuesto están documentadas las piezas que aquel heroico demente, Bill Millin, tocó: «Highland Laddie», «The Road to the Isles» y «All The Blue Bonnets Are Over The Border».

Miles de jóvenes, muchos de ellos voluntarios llenos de ideales, se jugaron la vida y la perdieron en aquella guerra contra el fascismo y la barbarie. Mi respeto, admiración y recuerdo para ellos. Un tributo a todo ese espíritu que ejemplifica ese gaitero que armado con su gaita y el típico cuchillo de los clanes escoceses quiso insuflar ánimos a sus compañeros combatientes.

Unos 156,000 combatientes llegaron a las 5 playas del desembarco. Sólo aquel 6 de junio de 1944 murieron .,400 soldados de ellos y más de 9.000 fueron heridos o desaparecieron. Frente a ellos también cayeron cerca de 9000 alemanes, muchos de ellos convencidos de que simplemente estaban defendiendo su patria (ese es el cáncer que corroe la inteligencia de la mano de la ideología nazi). Finalmente miles de civiles franceses pagaron con sus vidas aquella batalla.

Viajé con Ella y mis hijos a Normandía, los chicos se pusieron a jugar a la guerra hasta que les corté mostrándoles uno de los cementerios de los caídos ese día. Dejaron de jugar cuando se dieron cuenta de lo que allí había sucedido. Muchas veces he pensado que me pasé pero, en el fondo, creo que eso es educar.

Quienes me habéis leído sabéis que tengo una irrefrenable tendencia a mostrar la caspa, en tono de humor, que invadía aquella España gris de la dictadura. De muestra vale un botón: la versión en nuestra lengua del tema principal de la película cantada por José Guardiola.

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Hoy es el día de los enamorados, naná, naná, na, nanana…

Llevo todo el día con esa musiquilla dentro de la cabeza. Me resulta inevitable y es habitual, se me mete una música en la cabeza y allí se queda todo el día aunque no me guste. Hoy tiene sentido. Nunca he celebrado esa fecha que considero un mero reclamo comercial pero, desde el primer noticiario de la Ser que he escuchado al despertar, hasta ahora mismo. El machaqueo recordatorio se ha prolongado sin descanso por tierra, mar y aire. La canción no me gusta pero pertenece a una película que vi de niño y se hizo hueco en mis recuerdos. La memoria es caprichosa.

Yo tenía cinco años cuando se estrenó la película en 1959. Seguro que la vi en el segundo o tercer reestreno, probablemente en el cine «López de Hoyos» muy cerca de mi casa. La vería con mis padres, ir al cine era una pequeña fiesta familiar y, en aquellos años, no había mucho para elegir. ¿No sabes lo que es eso del segundo o tercer reestreno? Las películas tenían una vida larga que comenzaba en los cines de la Gran Vía o Fuencarral. Continuaba, unas semanas después, en algunos cines destacados de capitales de provincia y cines principales de barrios de posibles. Luego llegaba a otros barrios en cines que mantenían un cierto estatus y sesiones numeradas (en ellas sabías dónde te sentarías al comprar tu entrada que te daba. derecho a dos películas, precedidas por el nodo y con horario fijo. Finalmente, las películas prolongaban su vida en auténticos «palacios de las pipas» de sesión continúa a los que podías entrar y salir cuando te parecía oportuno y te sentabas dónde hubiera sitio. Un recorrido de meses y meses que terminaba en salas improvisadas en los pequeños pueblos y en colegios e institutos. Meses después llegaban a la tele de un sólo canal, por supuesto en blanco y negro.

La película, con el tiempo y sin pretenderlo, se ha convertido en un muestrario de recuerdos de mi infancia y de la caspa de aquella España gris contada en tecnicolor (la Tuna incluida).

Y ese final con San Valentín volviendo al cielo en el ascensor de «La Torre de Madrid», entonces el edificio más alto de España y muestra de la «modernidad» que la dictadura quería enseñar.

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