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Adelante hombre del 600

Hombre del 600. No importa que te llamen dominguero airados los taxistas al pasar.
Mañana es fiesta y no recuperable, ha de lucir un sol primaveral.
San Marcús Welby en la televisión, milagroso, un infarto curará.
Atentos al pronostico del tiempo: aguacero, chubasco temporal…

Adelante hombre del 600, la carretera nacional es tuya. Ya se levanta el héroe del domingo, ya ruge su caballo de metal, ya se cala la gorra y acelera, la ciudad queda atrás. Unas gotas de lluvia en la comida, no te preocupes pronto escampará,
Concha coge a los niños que parece, que la cosa va a más.

Moncho Alpuente escribió canciones que me hicieron reír y que reflejaban, en modo de esperpento, la realidad de una España cutre y unos españoles que querían salir adelante y por ello se esforzaban, que se enorgullecían de cuanto conseguían, de sus logros, de sus pequeños éxitos que les ayudaban a sentirse satisfechos de lo que, con mucho esfuerzo conseguían.

El héroe del domingo cabizbajo, agarrota su pie contra el pedal, la lenta procesión, camina al negro pozo de la gran ciudad. Mañana es lunes, la semana empieza fatigado el caballo de metal, triste figura porta el caballero, doña Concha empieza a bostezar.

Mi padre había trabajado durante un año en Suiza. El dinero que allí ganó y la promoción profesional que le supuso a su vuelta cambiaron la economía familiar. A poco de volver mis padres hicieron una obra en casa. Siempre hubo un antes y después de «la obra». Después llegaron el teléfono, la televisión el 600 y la bicicleta que me trajeron los reyes. Todo su trabajo y sus conquistas convirtieron a mi padre, entre otras muchas cosas más que notables, en un hombre del 600, pésimo conductor y orgulloso de lo logrado con un enorme esfuerzo, suyo y de mi madre.

Ahora no corras Pepe ten cuidado, ese loco que viene por detrás, hay que parar porque la niña tiene irresistibles ganas de bajar.

Yo creo que la canción hablaba de mear y no de bajar. Cuando menos, en mi caso, yo era de vomitar y, en aquellos eternos viajes Madrid – Valencia ocho horas, siempre había ganas de mear.

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Mis historias de la radio

Como todas las mañana, tras levantarme, hice la cama, me duché, me vestí y desayuné con la radio de fondo, siempre la cadena Ser. Esa mañana escuché la misma sintonía de siempre pero tocada por una orquesta. Presté atención y descubrí que escuchaba la «Sinfonía Azul» de Federico Mompou. No sabía que existiera, busqué en Google y descubrí que esa sinfonía formaba parte de una obra llamada «Música Callada», una obra que se compone de un total de 28 movimientos agrupados en cuatro cuadernos que mantienen una estructura unitaria inspirada en el «Cántico Espiritual» de San Juan de la Cruz.

Según he leído «la Sinfonía Azul se sigue interpretando en su versión de orquesta en los grandes momentos de la Ser. De allí han salido versiones adaptadas al lio diario, a la radio que cada día, a la que me acompaña, me entretiene, me cuenta historias, me informa, me hace pensar y, a veces, se queda de ruido de fondo mientras mi cabeza se escapa en disquisiciones.

Desde niño he escuchado la radio, una radio que asocio al pan con chocolate mientras seguía apasionado las aventuras interplanetarias de un tipo que imaginaba vestido con mallas y un arma que ahora definiríamos retrofuturista. He olvidado como se llamaba aquel serial. Recuerdo a «aquel negrito del África tropical» y recuerdo también las aburridísimas tardes de futbol radiofónico.

Mi madre, ama de casa intelectualmente inquieta, vivía las mañanas de «sus labores» acompañada por la radio. En algún momento decidió sólo sintonizar, en el transistor de la cocina,Radio Nacional porque, por lo menos, no le interrumpía la publicidad. Contradicciones de la oferta radiofónica de aquella España en la que una «roja» (a mucha honra) prefería la radio oficial a las comerciales porque todas eran igual de serviles con la dictadura.

Mi padre era un hombre atípico en su época. Hablaba inglés, francés y alemán además de algo de italiano y ruso. Conservo su radio Telefunken de toda la vida, la del frontal de tela y un cristal oscuro en el que estaban grabados los nombres de las entonces, en todos los sentidos, lejanas capitales europeas. Luego cambió aquel aparato por otro modernísimo, pero más feo, japonés, multibanda, desde el que escuchaba las noticias sin censura de la «BBC World Service», de noche, en el dormitorio y con el sonido bajito.

Por mi parte, durante años, he visitado infinidad de clientes en larguísimas jornadas de volante en las que la radio del coche ha sido mi única compañía: Gabilondo y antes Luis del Olmo. De la Morena y antes José María García; Angels Barceló, Gemma Nierga, Javier del Pino y Francino; El señor Casamayor y Manolito Gafotas; «El viaje a ninguna parte» y los finales de etapa de la Vuelta y el Tour con Javier Ares, ciclismo puro.

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Con él comenzaron muchas cosas, Pete Seeger

Descubrí a Pete Seeger un día, a finales de los años 60, en el que mi amigo R trajo un disco suyo a mi casa. Era una recopilación de esas canciones que todos asociamos al más puro folclore USA. Hace unos días me desperté con una de ellas resonando en mi cabeza, me venía a los labios repetidamente, canturreando su letra original que, hace ya muchos años, formó parte de las bases de aprendizaje de mi somero inglés. «Oh my darling, Clementine».

Con aquel disco aprendí también las letras de «Oh, Susanna» y «Yankee Doodle». Luego descubrí que aquel tipo, Pete Seeger, tenía un disco con las canciones del Batallón Lincoln, canciones de las que había oído hablar y pocas veces escuchado porque en la España de la dictadura franquista resultaban altamente sospechosas, «There’s a valley in Spain called Jarama». Pete Seeger era un cantante comprometido que pagó su compromiso con doce meses de prisión y a diecisiete de prohibición de sus canciones en los medios locales norteamericano. Un «regalo» que le hizo el Comité de Asuntos Antiamericanos impulsado por lo más reaccionario de la clase política de los Estados Unidos en plena guerra fría.

Pete Seeger se convirtió en referente para toda una generación de músicos que, en los años 60, en medio de los movimientos que cambiaron la sociedad en aquella época: la guerra de Vietnam, el mayo francés, la primavera de Praga, aquellos maravillosos años a los que Nixon puso final y Reagan enterró. Su disco revitalizando un himno, «We shall overcome» influyó de un modo determinante en Joan Báez, Bob Dylan y muchos otros grandes de la música.

Su influencia llegó también a los músicos de habla castellana, Adolfo Celdrán y Victor Jara recogieron la adaptación de Pete Seeger de un tema de Malvina Reynolds, «Little boxes» y retrataron para siempre una sociedad que todavía, más de cincuenta años después, reconocemos.

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Soy más de «La vida de Brian» que de la Semana Santa

Esta mañana he leído un texto de Maruja Torres con el que me he sentido totalmente identificado. Ella es algo mayor que yo pero los recuerdos coinciden. Los dos vivimos la infancia en aquella España gris de la dictadura y yo también soy de «La vida de Brian»

«Sin ánimo de ofender ni a los creyentes, ni a los costaleros, ni a las preciosas imágenes, ni a las saetas, ni a los balcones, proclamo desde aquí, que soy más de ‘La vida de Brian’, o de esa oda al paganismo que es la novela de Gore Vidal Juliano el Apóstata. Aparte de que me dan mucho miedo los enmascarados y las caperuzas.

Hechas las proclamas de rigor, quiero recordar cómo eran y qué representaban las Semanas Santas en las que crecí, en un tiempo, al parecer, ahora muy añorado. Eran, exactamente, lo que quiere conseguir Vox, con la ayuda del PP».

La Semana Santa en los años 50 y y primeros 60 era una semana eterna y oscura en la que cualquier muestra de alegría era severamente reprimida. Cualquiera podía echarte la bronca por reír y siempre había alguien que te la echaba. Mis padres, muy lejanos a la religión y muy cercanos al miedo de quienes perdieron la guerra, también nos hacían callar. No querían problemas. En la radio sólo sonaba música sacra, los cines sólo proyectaban películas religiosas; había que ir un montón de veces a misa y mi madre nos llevaba para evitar comentarios; unas misas inacabables en las que el cura hablaba de muerte y aterrorizaba a los fieles con las penas del infierno. Tengo la imagen clavada en la mente de la guardia civil escoltando procesiones con las armas boca abajo.; alguien me explicó que era «para no apuntar al cielo».

Todavía huyo de las procesiones, procuro vivir las vacaciones de primavera lo más lejos posible de los caperuzos, Quo Vadis, y las cornetas y tambores. Todavía se me retuerce el estómago cuando veo a la legión cantar lo del novio de la muerte mientras llevan en alto un cristo crucificado y me subleva esa mezcla de ensalzamiento de la muerte, la violencia y un cristo salvador que, al parecer, lleva un mensaje de paz y perdón.

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El día es más largo para aquel que va a luchar: Bill Millin y 156.000 de jóvenes más

Los Reyes Magos me trajeron este año un libro «Lo que nunca te han contado del Día D» que he disfrutado. Bien sabían Sus Majestades que el tema me apasiona desde niño, desde que vi la película de «El día más largo» con ocho o nueve años.

Ya entonces se me quedaron en la cabeza un montón de historias de las que allí se contaban. Historias de las que entonces desconocía si eran o no ciertas (con esa edad todas me parecían ciertas). Luego descubrí que, convenientemente edulcoradas, narraban hechos reales. Recuerdo con horror los paracaidistas que caían muertos tras ser tiroteados durante el salto. El paracaidista de la 101 airborne que se quedó colgado de la torre de una iglesia. El desembarco durante el que los soldados, barridos por ametralladoras, buscaban refugio tras unas extrañas estructuras metálicas. Y cómo no, el gaitero que desembarcaba y se internaba tierra adentro tocando la gaita.

Un ejemplo de la locura de la guerra y de los gestos heroicos, a la vez que absurdos, que la salpican. Durante la primera guerra mundial los gaiteros acompañaban con sus instrumentos los asaltos a las trincheras enemigas y muchos murieron. A raíz de aquel absurdo se prohibió y, durante la segunda guerra mundial, se mantuvo la prohibición. Se mantuvo hasta que en el desembarco un oficial, Lord Lovat, decidió hacerse acompañar de un gaitero, Bill Millin, que tocó desde que la lancha de desembarco abrió su portón y los soldados, gaitero incluido, se echaron al agua. Se mantuvo tocando desfilando de un lado a otro de la playa, bajo un más que intenso fuego, que causó centenares de víctimas, sin ser herido. Parece que los alemanes lo tomaron por loco y no hicieron puntería con él y también parece que supuso un chute de adrenalina para los soldados que desembarcaban. «No soy historiador» lo cuenta mejor.

Por supuesto están documentadas las piezas que aquel heroico demente, Bill Millin, tocó: «Highland Laddie», «The Road to the Isles» y «All The Blue Bonnets Are Over The Border».

Miles de jóvenes, muchos de ellos voluntarios llenos de ideales, se jugaron la vida y la perdieron en aquella guerra contra el fascismo y la barbarie. Mi respeto, admiración y recuerdo para ellos. Un tributo a todo ese espíritu que ejemplifica ese gaitero que armado con su gaita y el típico cuchillo de los clanes escoceses quiso insuflar ánimos a sus compañeros combatientes.

Unos 156,000 combatientes llegaron a las 5 playas del desembarco. Sólo aquel 6 de junio de 1944 murieron .,400 soldados de ellos y más de 9.000 fueron heridos o desaparecieron. Frente a ellos también cayeron cerca de 9000 alemanes, muchos de ellos convencidos de que simplemente estaban defendiendo su patria (ese es el cáncer que corroe la inteligencia de la mano de la ideología nazi). Finalmente miles de civiles franceses pagaron con sus vidas aquella batalla.

Viajé con Ella y mis hijos a Normandía, los chicos se pusieron a jugar a la guerra hasta que les corté mostrándoles uno de los cementerios de los caídos ese día. Dejaron de jugar cuando se dieron cuenta de lo que allí había sucedido. Muchas veces he pensado que me pasé pero, en el fondo, creo que eso es educar.

Quienes me habéis leído sabéis que tengo una irrefrenable tendencia a mostrar la caspa, en tono de humor, que invadía aquella España gris de la dictadura. De muestra vale un botón: la versión en nuestra lengua del tema principal de la película cantada por José Guardiola.

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Hoy es el día de los enamorados, naná, naná, na, nanana…

Llevo todo el día con esa musiquilla dentro de la cabeza. Me resulta inevitable y es habitual, se me mete una música en la cabeza y allí se queda todo el día aunque no me guste. Hoy tiene sentido. Nunca he celebrado esa fecha que considero un mero reclamo comercial pero, desde el primer noticiario de la Ser que he escuchado al despertar, hasta ahora mismo. El machaqueo recordatorio se ha prolongado sin descanso por tierra, mar y aire. La canción no me gusta pero pertenece a una película que vi de niño y se hizo hueco en mis recuerdos. La memoria es caprichosa.

Yo tenía cinco años cuando se estrenó la película en 1959. Seguro que la vi en el segundo o tercer reestreno, probablemente en el cine «López de Hoyos» muy cerca de mi casa. La vería con mis padres, ir al cine era una pequeña fiesta familiar y, en aquellos años, no había mucho para elegir. ¿No sabes lo que es eso del segundo o tercer reestreno? Las películas tenían una vida larga que comenzaba en los cines de la Gran Vía o Fuencarral. Continuaba, unas semanas después, en algunos cines destacados de capitales de provincia y cines principales de barrios de posibles. Luego llegaba a otros barrios en cines que mantenían un cierto estatus y sesiones numeradas (en ellas sabías dónde te sentarías al comprar tu entrada que te daba. derecho a dos películas, precedidas por el nodo y con horario fijo. Finalmente, las películas prolongaban su vida en auténticos «palacios de las pipas» de sesión continúa a los que podías entrar y salir cuando te parecía oportuno y te sentabas dónde hubiera sitio. Un recorrido de meses y meses que terminaba en salas improvisadas en los pequeños pueblos y en colegios e institutos. Meses después llegaban a la tele de un sólo canal, por supuesto en blanco y negro.

La película, con el tiempo y sin pretenderlo, se ha convertido en un muestrario de recuerdos de mi infancia y de la caspa de aquella España gris contada en tecnicolor (la Tuna incluida).

Y ese final con San Valentín volviendo al cielo en el ascensor de «La Torre de Madrid», entonces el edificio más alto de España y muestra de la «modernidad» que la dictadura quería enseñar.

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Galicia, fogar de Breogán, y los himnos

Hice la mili en Galicia, en 1976 – 77. Mayoritariamente, éramos chicos provenientes de fuera de Galicia. Sólo los que hacían la mili como voluntarios eran gallegos. Estaba así organizado, pues ese ejército estaba concebido para enfrentarse con la población, no contra un hipotético enemigo exterior. En consecuencia, era mejor que los soldados no tuviéramos vínculos con la población local. De ese modo, si llegaba algún tipo de levantamiento popular los soldados tendríamos menos reparos a la hora de disparar contra la gente. ¿Os sorprende? No eran alucinaciones mías. Así era la dictadura y en eso pensaban sus jerarcas.

Había llegado a Galicia sin escogerlo ni desearlo; para hacer algo que no me apetecía hacer y que ideológicamente chocaba frontalmente conmigo. Contra todo pronóstico, y en esas condiciones, me enamoré de Galicia para siempre. Conocí gente magnífica que me acogió con los brazos abiertos y que me hizo sentirme en mi casa (cuando estaba fuera del cuartel). Al final de mi estancia allí recuerdo un estadio de fútbol, en Santiago, lleno de gente en una convocatoria en pro de la democracia que se abrió con el himno gallego. Lo canté, junto con la multitud, con auténtica emoción.

Porque un himno tiene que representar a todo un pueblo y ser adoptado por todo él. Porque ni un himno ni una bandera deben ser utilizados para excluir a parte del mismo pueblo al que dice representar. Porque un himno tiene que poner en pie a todo el mundo. Por eso hay canciones que se convierten también en himnos que acompañan al himno oficial. Por eso no me gustan los nacionalismos, grandes o pequeños, y me gustan las naciones. Porque las naciones somos cada uno de nosotros y la suma de todos nosotros. Faespana cuenta bien la historia de los nacionalismos a través de sus músicas e himnos.

Que bien lo explicaba Doña Concha Piquer. Lo hizo tan bien que (wikipedia dixit): «En los exilios provocados por la Guerra Civil Española y sobre todo en la emigración, el pasodoble Suspiros de España simbolizó para algunos la nostalgia del país perdido. Su composición en el modo musical menor evoca tristeza, con leves modulaciones a su relativo mayor, pero, en mayoría, escrita en modo menor. También fue usada alguna vez como sintonía por Radio Pirenaica, emisora comunista clandestina que emitía desde el extranjero».

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Los «ruidos» de un verano en mi adolescencia (pongamos que hablo de 1970)

En mi adolescencia, en el paso de los años 60 a los 70, veraneaba, por supuesto en familia, en la playa de Gandía. Tuve una adolescencia sosa y mis recuerdos de entonces son sosos. Recuerdo largas mañanas de playa; la cabaña de cañas que nos hicimos para huir de la sempiterna vigilancia de los padres; el cine de verano; la ¿música? de las fiestas nocturnas de los hoteles y mucho ruido. Seguro que hay gente de mi edad que disfrutó aquello. Yo no lo voy a pintar como un infierno pero tampoco como algo divertidísimo. Era lo que se despachaba en una familia de clase media en aquella España gris.

Cerca del apartamento familiar había un hotel que tenía baile todas las noches. Su fin de fiesta, invariablemente, consistía en una magistral interpretación de «Los hermanos Pinzones». Con aquel hit mantenían el nivel que marcaba su baile más repetido:

El fin de fiesta daba paso a un continuo trasiego de vespinos sin silenciador que amenizaban la noche con ayuda de los mosquitos. Un adolescente como yo debía estar en casa tras la cena (eso de las largas noches de verano en mi casa no iba más allá del cine al aire libre). Había que dormir. Al día siguiente te despertaba el «camión del tapicero». Si. ese mismo que, con la misma grabación has podido oír en estos días en el pueblo o la playa en que veraneas.

Mi gran aliciente era el cine. Durante todo el año teníamos que estar en casa antes de cenar o, siendo tolerantes, a las diez de la noche. En verano podías ir al cine de verano con los amigos (muy probablemente con papá y mamá unas butacas más allá) y regresar en cuanto acababa la película. Una película que, en muchos casos, ya habías visto pero, eso no te importaba.

Y no pierdo de vista que yo tenía la fortuna de que, cada año, podía ir de veraneo a la playa. La pena es que esa España estaba pensada para la mediocridad y la falta de imaginación. Quienes entonces, quizás no sabíamos qué, pero queríamos más, quienes queríamos otras cosas, otros horizontes,… recordamos aquello con la sensación de que nos robaron la juventud.

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Siempre es domingo

“Siempre es domingo”, una canción de mi infancia, 1961, que tarareo con frecuencia. Me divertía y me planteaba una situación muy atractiva y una aspiración que compartía. Además, me molaban esas frases terminadas como en pequeños hipidos que yo intentaba imitar.

“Siempre es domingo” era la canción estrella de la banda sonora de una película, con el mismo título. Una película que cuenta una España que no existía en la oscura realidad de aquellos años. Una España en la que un grupo de jóvenes que manejaban unos coches estupendos, vivían en unas casas sensacionales con servicio doméstico uniformado y en la que, alguno de ellos, tenía su corazoncito caritativo y se acercaba a regalar juguetes a los pobres con su buen coche y sus mejores galas. Todo ello entre fiesta y fiesta. La película nos cuenta como se dan cuenta de lo irresponsable y loca vida para volver al camino de la moralidad nacional católica y a unas vidas ordenadas en esa España eterna que predicaba el dictador. Arrepentimiento y enmienda para, llevando una vida cristiana, ir al cielo.

En aquella España el sábado por la mañana se trabajaba y los niños teníamos colegio. Suave, más que clases al uso era un día más lúdico. algún juego y cine, muy antiguo, cine de vaquero bueno con flecos y caballo blanco y el malo con caballo lento y negro, pero cine. Mi padre trabajaba por la mañana y venía a comer a casa. Entonces comenzaba el fin de semana.

El dictador se ocupaba de discernir, para todos, entre el bien y el mal, entre los buenos y los malos y sentaba su doctrina. de muestra vale un botón.

El discurso entero duraba, casi 42 minutos. Si tenéis paciencia y estómago escuchadlo entero en https://www.rtve.es/alacarta/videos/documentales-b-n/mensaje-franco-fin-ano-1960/2846494/ el mensaje de «El Caudillo» al comenzar el año 1961 (el año de la película «Siempre es domingo»), el año en que celebró sus «XXV años de paz». A cada uno de nosotros, vosotros queda el interpretar lo que la cabeza, el corazón y nuestra experiencia dicen al respecto.

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El «Get on your knees» de Los Canarios

La primera vez que oí los metales dando el contrapunto a la voz de Teddy Bautista pensé que, por fin, en España se hacía música que podía competir con la de fuera. Luego me enteré de que, como había sucedido con el «Black is black» de Los Bravos, lo habían grabado en Londres con músicos británicos. Y para colmo, Teddy Bautista parece que (siempre presuntamente) resultó amigo de lo ajeno… ¡Otro mito a la mierda!

Esa historia y la del supuesto significado sexual de la letra (parece que lo de poner de rodillas a la chica era para «bajarla los humos», ¿cómo?, pues con un acto de dominación) la cuenta mejor que yo «La guitarra de las musas». Si tenéis curiosidad por la letra, aquí queda a vuestra disposición. A lo que voy, la canción era muy buena. No tanto su cara B (era lo habitual): «Trying so hard»

Antes les había oído en la banda sonora de una película de «Peppermint frappé», una película de Carlos Saura con Geraldine Chaplin y José Luis López Vázquez de la que sólo la música me había gustado. Un rollazo en blanco y negro con muchas pretensiones, o así me lo pareció a mis catorce años. Me lo pareció con tanta intensidad que no se me ha pasado por la cabeza volver a verla.

Para mí su canto del cisne fue «Free yourself» en el 71. Luego prescindieron de los metales y abandonaron su camino. Yo les abandoné a ellos.

Por supuesto, no fui el único al que le gustó la música de «Los Canarios». Me ha encantado leer como lo cuenta José Molina en «El retrovisor». Fueron un fulgor corto pero merecido y con mucho brillo.

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